noviembre 16, 2011

Hernia

Cuando ella empieza a llover corre la avenida Francia en sentido contrario, muestra su fósil oscilación inguinal como un correlato de niebla en la zona perimetral del deseo. Correr en ella no es alfabetizar las coordenadas ni eyectar cada espejo de agua con pavimento sano. Correrla no es adosar la planta del pie a la masa de la calle ni cavilar el afluente de una secreción signada por la cosmética del colapso.
Sólo pasa un perro adueñado del trayecto y la docilidad que ella provoca en la inundación, se retuerce después toda la lluvia como amodorrada, promulgando de cara al piso su culpa incesante por seguir cayendo.
Recae el sentido de la indignación o el atascamiento, el perro goza del límite que moja la espalda. El primer obstáculo superado al cruzar la diagonal representa el modelo de superación que todo animal infringe después de abastecerse, ella sigue corriendo atestando ojos en las cuatro esquinas. Algo de aceite se desparrama defectuoso sobre las sartenes del bodegón. Ese olor cauteloso que inflama las fosas del duodeno y se infecta en la tempestad clamando el fin de los tiempos bautizados en la misma ocasión que peca el cielo. Un diseño ácido en el paisaje desfigurado de la noche, envuelta oficiosamente con cada impacto que orbita la inducción. Un plato de comida no es para la lluvia, lo que la decorosa grieta en la tierra es para el perro. Ambos se encuentran en la rusticidad de la sobra.
Se estigmatiza cada paso que falta para llegar a destino, salpicando la frontera del decomiso. Se corren los vehículos estacionados como el vino misceláneo. Como una mutual de resfríos mal curados, nos empapamos de coberturas selectivas creyendo en la disolución que algún día podrá espaciar el paradero.
La gente se amontona en la consistencia y liviandad del aceite como el peso muerto que flota en la embestida, ella sigue haciendo correr la avenida que nada tiene ya para mostrarle a los corredores, las valijas repletas de miembros caninos, los suegros de la última novia casada por despecho, los sostenes del cuerpo cóncavo.
Se desenvuelven las marionetas tendidas en la soga del patio huérfano, se salpican los tobillos cercanos a las cabezas de los de abajo, no hay demasiado resquicio para recalentar el menú ejecutivo. Nos acercamos a la puerta, el último estruendo después de la luz violeta nos detona la sien confundida con los cordones vaporosos. Los grumos del cemento solemne elevan la debilidad del mozo arrojado a conciencia a la voracidad del tumulto trazado en la carta como innovación gastronómica. Toda la porcelana se destruye en los mostradores y nadie paga cubiertos. Después el foco incandescente presume un secreto inanimado a la hora del reencuentro amante y todo lo que esperamos nunca tendrá posibilidades de encontrarnos.
Parece haber refrescado en la intimidad del efluvio, la térmica no soporta un ladrido más. Para el secador no hay ninguna suerte amalgamada a los efectos del premio de la lotería.
Trepar es una utopía, falta el aire. Murió el perro y ella se detuvo ante la copiosa insinuación de lo que vendrá a recetar lo condicionado del reflejo, en la operación hubo un corte que no se seca todavía.

2 comentarios:

Javier F. Noya dijo...

En otras palabras, todo depende del sentido de la mala praxis, no me gustaría caer en manos del émulo de Yepeto que describe tu texto, ni quedar a merced del menú ejecutivo sin recalentar. De "Hernia", de este texto de poética desmedida (porque medir es patrimonio de la mediocridad) pasaríamos a peritonitis, y eso no sería poético. Gran Abrazo, con más mayúscula. Un placer.

silvia zappia dijo...

llego hasta aquí siguiéndolo a javier.
estoy encantada de leerte.


abrazo*